miércoles, 18 de agosto de 2010

Miguel




El estruendo de la pistola es el comienzo del fin de una vida vivida entre el olor a pasto y tierra mojada bajo los cielos anaranjados de Agualeguas sin tiempo. En ese momento quizá recordaste tu infancia entre veranos soleados y cálidos que transcurrían entre el sonido de cencerros que marcaban las jornadas, siempre iguales y apenas distinguibles por el paso de las estaciones.

Avanza la muerte de forma inevitable a tus espaldas, mientras tu distraído estás, quízás enojado, quizás indifernte, Miguel. Mientras tus manos, rasposas de tanto pizcar sandías y algodón, de tanto descremar leche y de tanto curtir pieles sostienen quién sabe qué. Un estruendo que poco a poco obscurece el día de verano, que espanta a las palomas de la plaza y hace llorar a un niño que está con su madre en la esquina.

La muerte llega, nunca tarde, llega la muerte. La sangre se derrama sobre el asfalto, gotitas de sangre que tiñen las piedras, gotitas de sangre, de mi sangre, que se confunden con el escorial de la calle principal. Gotitas de sangre que el viento lame de tu herida y poco a poco se hacen goterones y luego chorros que mojan los tejidos de tu ropa que hacen que tu cabeza pese de tal forma que hay que acostare.

Hay que acostarse a esperar, esperar el pase del sublingual que te lleva, a esperar las lágrimas vertidas en miles de servilletas y pañuelos desechables a través de décadas y décadas de tu ausencia. Ahí estás, acariciado por la brisa de la canicular noche. Te vas Miguel, para ya no regresar, cierras tus ojos en medio del debut de miles de llantos que te añoran en las noches obscuras, bajo el cielo iluminado por la luna llena de Agualeguas sin tiempo.



Ilustración de Chuck Girald.