martes, 23 de septiembre de 2008

Entorno



¡Lo confieso! No cuento con la capacidad de ver el mundo tal y como es. Es así que me es necesario utilizar un filtro entre mis ojos y los cristales de mis anteojos para cifrar la realidad en la que vivo. Generalmente trato de llenar de cosas gratas el contexto en el cual me encuentro en un determinado lugar a una determinada hora que el azar del destino dispone. Sin embargo, a veces me rebasa la angustia antigua de mis días pasados, no pudiendo quitar la obscuridad de la luz que suele irradiar la sonrisa misma del presente. Es así que no sé si debo aprender a vivir con ello, como parte de la secuela de lágrimas pasadas o si será necesario raspar con hebras de fierro la costra que empaña la retina de mis ojos y tapa los orificios de mis oídos.

Esa respuesta no la sé y a veces se disipa con el resto de las frustraciones cotidianas, se diluye con el cansancio de los días, se difumina con las ocupaciones y su sonido se pierde entre los estruendos de llantas conta el asfalto, las gotas de lluvia golpeando mi ventana o el sonido del teclado de mi computadora. El problema es que regresan en el momento más inesperado, como el traidor que revive después de la batalla y me obliga a darme cuenta que mi vida misma es la postergación misma de la resolución de mis propios conflictos amargos, a los que, como a la pulpa del limón, matizo con azúcar y agua para hacerme una limonada.

¿Qué sentido tiene para el hombre postergar en los días la resolución misma de su existencia?

jueves, 11 de septiembre de 2008

Destino


Después del susto, se encontró bajo la sombra y cobijo de robustos encinos. Nunca antes sintió tanta paz como en ese momento. Un leve cosquilleo recorría su cuerpo que era acariciado por una ligerísima brisa de agua templada. A diferencia de otras ocasiones, no existía ni el más mínimo vestigio de inquietud mientras caminaba guiado por por la brisa, hasta llegar a las cristalinas aguas del riachuelo. Allí, lavó una a una las heridas que la vida le había dejado, limpió su cuerpo de la suciedad que le había dejado caminar descalzo por un escorial con olor a azufre y alquitrán.
Se quedó un rato inmóvil y continuó su camino por la rivera hasta un acantilado azul cuyo fondo era cubierto por nubes de espesa bruma matutina. Sonrió para sí y sin pensarlo brincó hacia el vacío prometedor de sus propias convicciones.